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EL LEVIATAN

8 junio 2010

Notas sobre el Leviatán de Thomas Hobbes•

Domingo Medina Gutiérrez

Resumir una obra como el Leviatán, que consta de cuarenta y siete capítulos, puede parecer a primera vista una tarea complicada. Reducir sus más de seiscientas cincuenta páginas a sólo cinco o seis comporta el riesgo de excluir aspectos centrales de la obra, sin los cuales su comprensión sería difícil. La naturaleza humana, el estado de naturaleza, el contrato social, el poder, la ley, la obligación, el individualismo, la necesidad, entre otros, han sido señalados, por distintos autores y en mayor o menor medida, como aspectos centrales e incluso como los aspectos centrales de la obra . Obvias razones de espacio nos impiden discutir aquí tal centralidad y los argumentos que la sustentan. Por ahora, nos centraremos sólo en el Leviatán. Allí, el propósito de Hobbes era considerar la naturaleza del Estado (this artificiall man). El nuestro, glosar esa consideraciones.

1.- El hombre, materia del Estado.

Según Hobbes, lo que caracteriza al hombre o, para ser más fieles, a la humanidad entera, es “un perpetuo e incesante afán de poder que sólo cesa con la muerte” (XI, 125) . Esta sentencia encierra al menos tres cuestiones importantes: a) ¿qué es el poder?; b) ¿por qué los hombres lo desean?; c) ¿por qué es incesante ese deseo? Veamos qué es lo que se dice en el Leviatán al respecto.

Para Hobbes, el hombre actúa guiado por sus apetitos y aversiones. Los primeros son esfuerzos dirigidos a la consecución del objeto que los causa; los segundos, un esfuerzo para alejarse o apartarse de él. De estos apetitos y aversiones, algunos son innatos y otros proceden de la experiencia. Apetitos innatos son, por ejemplo, el de alimentarse o consumir agua. Los apetitos y aversiones que proceden de la experiencia son apetitos y aversiones de cosas particulares y dependen de “la comprobación de sus efectos sobre nosotros mismos o sobre otros hombres” (VI, 90). Debido a que el cuerpo humano cambia constantemente, las mismas cosas no causan en el mismo hombre siempre el mismo apetito o aversión. Tampoco genera el mismo apetito en diferentes hombres.

El último apetito de una cosa, hacerla o dejar de hacerla por considerarla imposible, es lo que Hobbes llama voluntad. Ésta es producto de la deliberación, “suma entera de nuestros deseos, aversiones, esperanzas y temores” (VI, 96-97), así como de la previsión de las consecuencias de nuestras acciones u omisiones. Cuando en la deliberación, es decir, en la previsión de esas consecuencias, “el bien […] supera en magnitud al mal, la sucesión entera es […] bien aparente o semejante; y, contrariamente, cuando el mal excede al bien, el conjunto es mal aparente o semejante” (VI, 98-99).

La satisfacción continua de nuestros apetitos y deseos constituye la felicidad (VI, 99). En palabras de Hobbes, la felicidad es “el continuo progreso de los deseos de un objeto a otro, ya que la consecución del primero no es otra cosa sino un camino para realizar otro ulterior” (XI, 125). Ello se debe a que el objeto de los deseos del hombre es asegurar la vía del deseo futuro (Ibid). Esto nos permite afirmar que los deseos –entre los cuales el deseo de poder-, así como las acciones realizadas para satisfacerlos son incesantes porque el hombre intenta no sólo procurarse sino asegurarse una vida feliz.

Así nos acercamos a la primera definición hobbesiana del poder, si bien no de poder político, sino del poder de un hombre “universalmente considerado”: los medios con los cuales cuenta, o de los cuales dispone, para satisfacer continuamente sus deseos, es decir, para obtener futuros bienes aparentes (X, 117). Este poder puede ser natural (original) o instrumental (adquirido).

Por poder natural Hobbes entiende la eminencia de las facultades del cuerpo o de la mente (fuerza, belleza, aptitud, etc.). Y por poder instrumental, el que se adquiere gracias a esa eminencia y a la fortuna, y sirve a su vez para conseguir más poder. Entre estos Hobbes menciona la riqueza, la reputación, los amigos y la buena suerte (Ibid).

Hemos subrayado la palabra eminencia, ya que para Hobbes el poder es tal sólo en tanto que es eminente, es decir, en tanto destaque. Un hombre tiene poder cuando destaca sobre los demás (en prudencia, aptitud, fuerza, etc.) y es reconocido por éstos. Así, por ejemplo, las ciencias sólo constituyen un poder pequeño porque no es reconocido por todos (X, 118). No todos los hombres buscan más poder del que tienen los otros y ni siquiera más del que ya ellos tienen. De este modo, diferentes hombres se satisfacen con distintos niveles de poder, riqueza, conocimiento, etc. Ello se debe tanto a la diferencia de la constitución de sus cuerpos como a la diferencia de las costumbres y la educación (VIII, 109).

Con todo lo que hemos dicho hasta aquí, podemos ahora responder de la siguiente manera a las interrogantes que nos planteábamos al principio.

a.- El poder de un hombre es el monto o la cantidad en la cual sus medios – los que efectivamente posee- para obtener futuros bienes aparentes supera a los de los demás y así es reconocido.

b.- Los hombres desean poder porque constituye el fundamento de su bienestar actual y es lo que le permite la obtención de dichos futuros bienes aparentes.

c.- Ese deseo de poder de los hombres es incesante porque no pueden asegurarse una vida feliz, esto es, la satisfacción continua de sus deseos sino adquiriendo más poder (más medios para obtener más bienes).

2.- El hombre, artífice del Estado.

Nos hacemos ahora una nueva pregunta: ¿cómo puede ese hombre, cuyo afán de poder sólo cesa con la muerte, instituir al Estado? Ya hemos dicho que la razón por la cual ese afán de poder es incesante es que el hombre no puede asegurarse su subsistencia –y menos una vida feliz- sino adquiriendo más poder. Y ello no sólo significa adquirir más medios para obtener más bienes y defender los que ya posee, sino evitar que otros los consigan y quitarles los que ya tienen. De este modo, mientras algunos hombres se ven impulsados a atacar a los demás, otros se ven obligados a defenderse. El resultado de todo ellos es una guerra de todos contra todos en la cual los hombres se atacan mutuamente para obtener algún bien y/o para defenderlo.

Esto es lo que caracteriza al estado de naturaleza, situación en la cual no hay ningún tipo de restricciones y cada hombre puede invadir la vida de los demás, y no hay esperanza de vida civilizada, sino que ésta es “solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve” (XIII, 136). La vida está, así, constantemente en riesgo. Pero los hombres pueden abandonar ese estado, impulsados por una mezcla de pasiones y de razón . Entre estas pasiones están el miedo a la muerte, el deseo de las cosas necesarias para una vida cómoda y la esperanza de alcanzarlas por medio del trabajo (XIII, 138). La razón, por su parte, “sugiere adecuadas normas de paz a las cuales pueden llegar los hombres por mutuos consenso” (Ibid). Estas normas no son otras que las leyes naturales.

En el estado de naturaleza –guerra de todos contra todos- cada hombre sigue su propia razón, no hay nada que no le sirva proteger su vida y, por consiguiente, tiene el derecho –el Derecho Natural- o la libertad de hacer cualquier cosa, incluso sobre el cuerpo de los demás, para la conservación de su vida. Pero mientras persista ese derecho natural nadie puede tener la seguridad de que vivirá “todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite vivir a los hombres” (XIV, 140).

Pero a este derecho natural, a esa libertad de hacer o dejar de hacer, se opone la Ley Natural, “precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud de la cual se prohibe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios para conservarla” (XIV, 139), puesto que “la obligación [la ley] y la libertad [el derecho] […] son incompatibles cuando se refieren a una misma cosa” (XIV, 140).

La primera ley natural es buscar la paz y seguirla. De esta primera ley, Hobbes deriva la segunda: “…que uno acceda, si los demás consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de si mismo, a renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás hombres, que le sea concedida a los demás con respecto a él mismo” (Ibid). Efecto de esta renuncia es la disminución de los impedimentos que para el disfrute de ese derecho tienen los demás; pero ello sólo debe hacerse “si los demás consienten también”, ya que lo contrario sería exponerse a ser aniquilado.

Los hombres, sin embargo, no deben simplemente renunciar su derecho, puesto que en ausencia de un poder común quien cumple primero no tiene la seguridad de que los otros también lo harán , y las palabras no son suficientes para contener la ambición, la cólera y las demás pasiones humanas. Por ello, los hombres deben transferir sus derechos –y con él los medios para disfrutarlo- a un tercero, un hombre o asamblea de hombres, para que haga uso de todos los medios para mantenerlos –a todos los hombres- bajo el contrato.

De este modo, los hombres que incesantemente deseaban el poder, pero que a causa de ello se hallaban envueltos en un estado salvaje de guerra de todos contra todos, transfieren todo su poder y su fuerza a ese hombre o asamblea de hombres a fin de que los utilice para defender a unos de otros y a todos del peligro exterior (XVII, 161).

3.- El Estado.

Ese hombre o asamblea de hombres a quien los hombres han transferido sus derechos y encargado de defenderlos es el gran Leviatán, el Estado. Hobbes lo define así:

…una persona de cuyos actos una gran multitud, por pactos mutuos realizados entre si, ha sido instituido por cada uno como autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos como lo juzgue oportuno para asegurar la paz y defensa común. El titular de esa persona se denomina soberano (XVII, 162).

3.1.- Derechos y obligaciones del soberano.

El soberano no está estrictamente obligado, puesto que él no ha hecho ningún pacto, aunque tiene que cumplir con su misión. Ya que han sido los hombres quienes han pactado unos con otros, no tienen más que obligaciones para con el soberano. Entre estas obligaciones están cumplir el pacto (no hacerlo sería injusticia) o, en caso de haber disentido, consentir con el resto a partir de la institución del soberano y reconocer los actos del soberano como propios o exponerse a ser aniquilado.

La misión del soberano es procurar la seguridad del pueblo que lo ha investido con el poder soberano, y a ello está obligado por la ley de naturaleza y a rendir cuentas a dios (XXX, 203). Para Hobbes, la seguridad no es la mera conservación de la vida, sino todas las excelencias que el hombre pueda adquirir legalmente sin perjuicio para él, para los demás o para el Estado. Hobbes señala algunos derechos de los cuales “goza” el soberano y que le permiten cumplir con su misión:

a.- Es juez de los medios de la paz y defensa, y de las opiniones y doctrinas favorables o contrarias a ellas.
b.- Prescribe normas de propiedad (de qué bienes pueden disfrutar los súbditos y qué medios deben usar para hacerlo).
c.- Administrar justicia, hacer la guerra o acordar la paz.
d.- Elegir consejeros, ministros, magistrados y funcionarios.
e.- Premiar con honor o riquezas.
f.- Dar títulos de honor.

3.2.- Las causas que debilitan o tienden a desintegrar al Estado.

Hobbes también enumera algunos elementos que le impiden al soberano cumplir con esa misión y que tienden a debilitar o desintegrar al Estado. Entre estos elementos tenemos, en primer lugar, la institución imperfecta: cuando el soberano se conforma con menos poder del que necesita para la paz y defensa del Estado, con lo cual no cumple bien su misión y dispone a muchos a la rebeldía (XXIX, 196). Asimismo, hay un conjunto de doctrinas que tienden a sembrar la confusión y alentar la desobediencia de los súbditos. Entre otras cosas, estas doctrinas plantean que cada hombre es juez del bien y del mal; que es pecado obrar contra la conciencia; que la fe se alcanza por inspiración divina; que el soberano está sujeto a leyes civiles; que los hombres tienen la propiedad absoluta de bienes; y que el gobierno puede ser dividido.

Otras causas que debilitan al Estado son las rebeliones producto de la lectura de los antiguos griegos y romanos. Sus libros no sólo exaltan a los estados populares sino el asesinato de los soberanos, considerado legítimo cuando se trataba de tiranos (XXIX, 200). Una última causa de desintegración del Estado es su división en varios elementos, quedando la recaudación del dinero en manos de una asamblea, la dirección y el mando en poder de un hombre, y el poder de hacer leyes, no sólo entre estos dos, sino a veces en un tercero (Ibid).

4.- El gobierno eclesiástico y el reino de las tinieblas.

En la tercera parte de su libro, Hobbes se dedica a explicar por qué el soberano civil debe también ejercer el gobierno eclesiástico, ser “el pastor supremo de sus propios súbditos” (XLII, 218). En primer lugar, ello debe ser así porque el soberano, para cumplir su misión, debe ser juez de los medios para alcanzar la paz y de las doctrinas que le son favorables o contrarias. El soberano, en consecuencia, debe juzgar si una religión –en este caso, Hobbes se refiere al cristianismo- es favorable a la paz o no y si se debe utilizar como un medio para alcanzarla.

Por otra parte, dejar el gobierno eclesiástico en manos ajenas al soberano supone dos causas de desintegración del Estado. Por un lado, si el soberano no ejerce el gobierno eclesiástico, quienes lo hacen pueden propagar entre los súbditos creencias falsas o adelantar acciones que conlleven a la confusión y a la desobediencia. Por el otro, en ese caso el verdadero soberano sería quien ejerza el gobierno eclesiástico, pues el soberano civil estaría subordinado a él y tendría, de ese modo, autoridad para nombrar y destituir soberanos si ello es “lo más conveniente para la salvación de las almas” de los fieles, quienes además son los súbditos del soberano.

Un temor parecido es el que lleva a Hobbes a denunciar la “vana filosofía [griega y romana] y las tradiciones fabulosas [la escolástica]”. Ya en la segunda parte de la obra había señalado algunas de las doctrinas que eran contrarias al mantenimiento del Estado. Entre ellas las de griegos y romanos, que exaltaban el estado popular y el tiranicidio, y las de los escolásticos, que siembran la confusión. Lo que pretende Hobbes es explicar por qué el soberano debe rechazarlas e impedir que sus súbditos sean influidos por ellas. De lo que se trata es de asegurar que el soberano pueda cumplir su misión.

Referencias bibliográficas.

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Hobbes, Thomas (1965). Antología de textos políticos. Del Ciudadano y Leviatán. [Selección por Enrique Tierno Galván]. Madrid, Tecnos.

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Madrid, 04 de febrero de 2000.

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